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Análisis de los resultados electorales del 20 de diciembre

El escenario que se presenta para Podemos tras el resultado electoral obtenido el pasado domingo 20 de diciembre supera nuestros sueños más optimistas. En primer lugar, el resultado propio (21% y 5.200.000 votos) nos sitúa en una situación de enorme fuerza. Por otro lado, el bipartidismo se deja por el camino más de cinco millones de votos y queda en una situación de debilidad extrema. Y, para rematar la jugada, el gran rival por capitalizar el cambio en nuestro país queda seriamente tocado, al obtener un resultado muy pobre en comparación con sus expectativas y con la sensación de que el invento no le ha funcionado al IBEX35, ni siquiera con la manipulación de las encuestas y todos los grandes medios de comunicación remando a su favor.

¿Alguien se imagina que hubiera pasado si C's saca 69 escaños y Podemos 40? Creo que ahora mismo los titulares serían “Rivera, la nueva esperanza de España”, “El populismo de Iglesias se estrella y fracasa estrepitosamente”.

Y creo que si eso hubiera ocurrido nos habrían desactivado por completo. Podemos habría sido un blufff que hubiera durado un par de años. Pero resulta que no, resulta que el plan ha fracasado, que no han logrado aupar a C's ni han logrado hundirnos a nosotros. Todo lo contrario, nosotros salimos más reforzados que nunca y en una posición estratégica privilegiada, mientras que C’s afronta una situación muy complicada, con una posible huida de votos: unos pocos de vuelta al PP y, la mayoría, en mi opinión, los que de verdad votaban a ese partido porque querían un cambio real en este país, a Podemos.

La situación actual nos permite seguir teniendo la iniciativa política, al menos la discursiva, lo que llamamos la centralidad del tablero, a la par que no tenemos la responsabilidad de formar gobierno. Todo ello desde la posición de fuerza extrema que nos dan los resultados del domingo. Además, el primer puesto en Cataluña y Euskadi confirma que Podemos es la única fuerza que garantiza la unidad de España. Confirma que somos los únicos capaces de seducir a catalanes y vascos para que se quieran quedar con nosotros. El primer o segundo puesto eran una tentación muy golosa, pero nos habría puesto en la complejísima situación de tratar de formar Gobierno, sin tener suficiente fuerza para lograr uno mínimamente estable.

Mi plan consistiría en plantearle a Pedro Sánchez un pacto de investidura para una legislatura de dos años en la que se apliquen medidas para acabar con la situación de emergencia social que sufre nuestro país. Y, mientras tanto, abrir un proceso de reflexión para reformar la Constitución. Y dentro de dos años, después de haberlo debatido con tiempo y serenidad, que todos los españoles votemos si queremos esa reforma.

Todo el mundo sabe cuáles son nuestros objetivos y que es innegociable que deben quedar garantizados en la Constitución: reforma de la ley electoral para hacerla más justa; independencia de la justicia, el poder ejecutivo y legislativo NO puede nombrar a los jueces; lucha contra la corrupción institucionalizada, NO a las puertas giratorias; blindaje de los derechos sociales; referéndums para decidir las cosas importantes entre todos. A eso le añadimos un regalito: la revocabilidad del gobierno a mitad de mandato si no cumple su programa electoral.

Así que parece ser que seguimos en campaña (aunque por suerte para nuestros cuerpos, ahora de baja intensidad). La campaña más larga y bonita de la Historia de las democracias. Quien algo quiere, algo le cuesta.


A sonreír, que si se puede.

La tarta

Una de las personas a las que más quiero en este mundo me dijo ayer que Podemos se parecía al Despotismo Ilustrado: que nosotros decíamos, “mirad, tenemos los mejores ingredientes, los mejores cocineros, los mejores materiales y os vamos a hacer la tarta más rica del mundo”.

No podría estar más en desacuerdo con esta afirmación. De hecho, creo que es justo al revés.

Hasta ahora, la tarta la servían en un bonito restaurante, a mesa puesta y totalmente gratis. El problema de la tarta es que estaba envenenada. A pesar de ello, la gente seguía comiendo de la tarta, porque como era tan cómodo… y eso de que estaba envenenada… bueno, eso era lo que decían, pero vaya usted a saber si era verdad o no.

Pero resultó que a la gente empezó a dolerle la tripa, algunos se pusieron muy malitos y muchos otros murieron. Ya no había ninguna duda. La tarta estaba envenenada y el veneno empezaba a hacer su efecto.

Así que claro, la gente, asustada, dejó de ir al restaurante.

Pero había un montón de personas que quería seguir comiendo tarta. Y, lo más importante, querían que los demás también pudieran seguir comiendo tarta. Así que decidieron cocinarla ellos mismos. Como no tenían ni dinero ni medios, la tarta ya no se podía cocinar en un bonito restaurante, así que habría que hacerla en la cocina de una casa. Por allí apareció un tío con coleta que les dijo, “oye, yo creo que sé hacer bastante bien la tarta, pero eso sí, es muy difícil de cocinar y conlleva muchísimo trabajo. Pero si os comprometéis a ayudarme yo os traigo los ingredientes, pongo el horno, pongo mi casa y os digo la receta. Eso sí, para hacerla bien necesito mucha gente ayudando, si no, es imposible hacerla y para que me quede una mierda de tarta de la que nadie va a querer comer, pues no la hago”. Y, en menos de 48 horas, el cocinero con coleta tenía más de 50.000 personas metidas en su cocina (a ver, sí, lógicamente era una cocina mágica).    

Así que el cocinero con coleta y sus miles de pinches se pusieron manos a la obra con la tarta. Cómo eran muchos, no se conocían de nada y la mayoría nunca había hecho una tarta, y menos una tan complicada de elaborar, al principio fue todo un poco lío. Pero tras cinco meses de trabajo la primera tarta salió buenísima y cada vez más gente quería comerla. Y, lo mejor de todo, ayudar a cocinarla.

Mientras tanto, los señores que antes hacían la tarta no paraban de repetir: “No saben hacer tartas”, “les van a quedar fatal”, “nunca han hecho ninguna y nosotros tenemos mucha experiencia haciendo tartas” y, cuando se les acabaron los argumentos, lanzaron directamente: “Esa tarta también está envenenada, igual que la nuestra”. Muchos se asustaron. Pero la mayoría, que sabían que los anteriores cocineros eran unos sinvergüenzas y unos mentirosos, no les hicieron ni caso y siguieron a lo suyo.

De vez en cuando, algunos de los que querían comer tarta pasaban por allí y se sentaban en el salón a ver la tele. “¿Cuándo va a estar la tarta”, preguntaban. “Es que tarda mucho en salir esa tarta”, insistían sentados en el sofá mientras se tomaban una cerveza. “Me ha dicho uno que no le echáis azúcar”, “y que le estáis poniendo mantequilla de mala calidad”, “y que el otro día, cuando la servisteis, aún no estaba fría del todo”. “Y me han dicho que uno de los cocineros se ha llevado unas cuantas cerezas a su casa sin decir nada”.

Y el cocinero con coleta les replicaba, “a ver, primero, ese que te ha dicho esas cosas ni siquiera se ha pasado por aquí a echar una mano, así que cómo demonios va a saber si la tarta tiene azúcar o si la harina es de buena o mala calidad. Además, hay que seguir comprando los ingredientes, a mi ya casi no me queda dinero y vosotros estáis por aquí todo el día, bebiendo cerveza y viendo la tele y ni siquiera nos dais un poco de pasta, así que como se me hinchen los cojones a lo mejor dejo de hacer la tarta.

“Prepotente”, gritaron unos. “Populista”, exclamaron otros. “Nos faltas al respeto con tu soberbia”, le dijeron los más atrevidos.

Pero el cocinero y sus pinches sabían que era importantísimo que siguieran cocinando la tarta, porque los que tanto les criticaban iban a seguir comiendo tarta sí o sí, y si no comían de la suya, volverían a comer de la envenenada y morirían. Así que hicieron oídos sordos y siguieron trabajando.     

Con el tiempo, las tartas fueron quedando cada vez mejor e, incluso, había gente que les pagaba por una porción, a pesar de que ellos la ofrecían totalmente gratis. Y, poco a poco, lograron que la gente confiara en su tarta, que fuera la más comida del país y, desde luego, la más deliciosa.

El problema es que, como ya he explicado anteriormente, hacer la tarta requiere un esfuerzo brutal y muchas personas colaborando. Y que el cocinero y sus pinches ya han dejado claro que solo pueden aguantar ese ritmo infernal de trabajo durante ocho años. Y que luego, serán otros los que tengan que seguir haciendo la tarta. Por lo que sería más que recomendable que los que están en el sofá del salón viendo la tele y bebiendo cerveza empezaran a echar una mano. Primero, por educación y respeto; y, segundo, porque si no, dentro de ocho años, no va a haber nadie que siga haciendo la tarta, o no van a ser suficientes, o no van a tener ni idea de cómo hacerla y les va a quedar un mojón.

Y si eso pasa, los anteriores cocineros, que siguen al acecho, volverán a fabricar su tarta envenenada. Y la gente volverá a comer de ella. Y morirán o se pondrán gravemente enfermos. Y, entonces, irán a buscar al coletas y a sus pinches y les dirán que por qué no vuelven a hacerla, o que por qué no buscan a alguien que la haga. Alguno, incluso, les reprochara: “es que deberíais seguir haciéndonos las tartas. Es vuestra obligación”.

Pero no. Ahí ya será demasiado tarde. En ese momento ya no habrá cocinero, ni pinches, ni tartas que comer. Y a los ciudadanos no les quedará más remedio que volver a comer de la tarta envenenada…


Esto es solo un cuento. Esperemos que dentro de unos años no se convierta en realidad y haya nuevos cocineros y nuevos pinches horneando la tarta. Porque, si no, las consecuencias las sufriremos tod@s, tanto los que solo comían tarta y bebían cerveza, como los que se dejaron la vida y la salud haciendo la tarta más rica del mundo. Y, probablemente, muchos de esos pinches, a pesar de su enorme bondad y generosidad, no les perdonarán.