Una de las personas a las que más quiero en este mundo me
dijo ayer que Podemos se parecía al Despotismo Ilustrado: que nosotros
decíamos, “mirad, tenemos los mejores ingredientes, los mejores cocineros, los
mejores materiales y os vamos a hacer la tarta más rica del mundo”.
No podría estar más en desacuerdo con esta afirmación. De
hecho, creo que es justo al revés.
Hasta ahora, la tarta la servían en un bonito restaurante, a
mesa puesta y totalmente gratis. El problema de la tarta es que estaba
envenenada. A pesar de ello, la gente seguía comiendo de la tarta, porque como
era tan cómodo… y eso de que estaba envenenada… bueno, eso era lo que decían,
pero vaya usted a saber si era verdad o no.
Pero resultó que a la gente empezó a dolerle la tripa,
algunos se pusieron muy malitos y muchos otros murieron. Ya no había ninguna
duda. La tarta estaba envenenada y el veneno empezaba a hacer su efecto.
Así que claro, la gente, asustada, dejó de ir al
restaurante.
Pero había un montón de personas que quería seguir comiendo
tarta. Y, lo más importante, querían que los demás también pudieran seguir
comiendo tarta. Así que decidieron cocinarla ellos mismos. Como no tenían ni
dinero ni medios, la tarta ya no se podía cocinar en un bonito restaurante, así
que habría que hacerla en la cocina de una casa. Por allí apareció un tío con
coleta que les dijo, “oye, yo creo que sé hacer bastante bien la tarta, pero
eso sí, es muy difícil de cocinar y conlleva muchísimo trabajo. Pero si os
comprometéis a ayudarme yo os traigo los ingredientes, pongo el horno, pongo mi
casa y os digo la receta. Eso sí, para hacerla bien necesito mucha gente
ayudando, si no, es imposible hacerla y para que me quede una mierda de tarta
de la que nadie va a querer comer, pues no la hago”. Y, en menos de 48 horas,
el cocinero con coleta tenía más de 50.000 personas metidas en su cocina (a
ver, sí, lógicamente era una cocina mágica).
Así que el cocinero con coleta y sus miles de pinches se
pusieron manos a la obra con la tarta. Cómo eran muchos, no se conocían de nada
y la mayoría nunca había hecho una tarta, y menos una tan complicada de
elaborar, al principio fue todo un poco lío. Pero tras cinco meses de trabajo
la primera tarta salió buenísima y cada vez más gente quería comerla. Y, lo mejor
de todo, ayudar a cocinarla.
Mientras tanto, los señores que antes hacían la tarta no
paraban de repetir: “No saben hacer tartas”, “les van a quedar fatal”, “nunca
han hecho ninguna y nosotros tenemos mucha experiencia haciendo tartas” y,
cuando se les acabaron los argumentos, lanzaron directamente: “Esa tarta
también está envenenada, igual que la nuestra”. Muchos se asustaron. Pero la
mayoría, que sabían que los anteriores cocineros eran unos sinvergüenzas y unos
mentirosos, no les hicieron ni caso y siguieron a lo suyo.
De vez en cuando, algunos de los que querían comer tarta
pasaban por allí y se sentaban en el salón a ver la tele. “¿Cuándo va a estar
la tarta”, preguntaban. “Es que tarda mucho en salir esa tarta”, insistían
sentados en el sofá mientras se tomaban una cerveza. “Me ha dicho uno que no le
echáis azúcar”, “y que le estáis poniendo mantequilla de mala calidad”, “y que
el otro día, cuando la servisteis, aún no estaba fría del todo”. “Y me han
dicho que uno de los cocineros se ha llevado unas cuantas cerezas a su casa sin
decir nada”.
Y el cocinero con coleta les replicaba, “a ver, primero, ese
que te ha dicho esas cosas ni siquiera se ha pasado por aquí a echar una mano,
así que cómo demonios va a saber si la tarta tiene azúcar o si la harina es de
buena o mala calidad. Además, hay que seguir comprando los ingredientes, a mi
ya casi no me queda dinero y vosotros estáis por aquí todo el día, bebiendo
cerveza y viendo la tele y ni siquiera nos dais un poco de pasta, así que como
se me hinchen los cojones a lo mejor dejo de hacer la tarta.
“Prepotente”, gritaron unos. “Populista”, exclamaron otros.
“Nos faltas al respeto con tu soberbia”, le dijeron los más atrevidos.
Pero el cocinero y sus pinches sabían que era importantísimo
que siguieran cocinando la tarta, porque los que tanto les criticaban iban a
seguir comiendo tarta sí o sí, y si no comían de la suya, volverían a comer de
la envenenada y morirían. Así que hicieron oídos sordos y siguieron trabajando.
Con el tiempo, las tartas fueron quedando cada vez mejor e,
incluso, había gente que les pagaba por una porción, a pesar de que ellos la
ofrecían totalmente gratis. Y, poco a poco, lograron que la gente confiara en
su tarta, que fuera la más comida del país y, desde luego, la más deliciosa.
El problema es que, como ya he explicado anteriormente,
hacer la tarta requiere un esfuerzo brutal y muchas personas colaborando. Y que
el cocinero y sus pinches ya han dejado claro que solo pueden aguantar ese
ritmo infernal de trabajo durante ocho años. Y que luego, serán otros los que tengan
que seguir haciendo la tarta. Por lo que sería más que recomendable que los que
están en el sofá del salón viendo la tele y bebiendo cerveza empezaran a echar
una mano. Primero, por educación y respeto; y, segundo, porque si no, dentro de
ocho años, no va a haber nadie que siga haciendo la tarta, o no van a ser
suficientes, o no van a tener ni idea de cómo hacerla y les va a quedar un
mojón.
Y si eso pasa, los anteriores cocineros, que siguen al
acecho, volverán a fabricar su tarta envenenada. Y la gente volverá a comer de
ella. Y morirán o se pondrán gravemente enfermos. Y, entonces, irán a buscar al
coletas y a sus pinches y les dirán que por qué no vuelven a hacerla, o que por
qué no buscan a alguien que la haga. Alguno, incluso, les reprochara: “es que
deberíais seguir haciéndonos las tartas. Es vuestra obligación”.
Pero no. Ahí ya será demasiado tarde. En ese momento ya no
habrá cocinero, ni pinches, ni tartas que comer. Y a los ciudadanos no les quedará
más remedio que volver a comer de la tarta envenenada…
Esto es solo un cuento. Esperemos que dentro de unos años no
se convierta en realidad y haya nuevos cocineros y nuevos pinches horneando la
tarta. Porque, si no, las consecuencias las sufriremos tod@s, tanto los que solo
comían tarta y bebían cerveza, como los que se dejaron la vida y la salud
haciendo la tarta más rica del mundo. Y, probablemente, muchos de esos pinches,
a pesar de su enorme bondad y generosidad, no les perdonarán.
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